¡Hola a todos!
Por fin tengo noticias, espero que buenas, sobre la publicación de mi libro, Codo con codo.
Han sido unas semanas caóticas, de últimas correcciones, registros y demás, pero...
¡¡YA PUEDO DECIROS QUE EL 20 DE SEPTIEMBRE ESTARÁ DISPONIBLE EN AMAZON!!
Como se podrá intuir, la portada del libro la he diseñado yo misma (sí, sí, con mis propias manos). Me pasé casi tres días dibujando en Photoshop (ya soy casi una experta), Pero... bueno, creo que, para ser la primera que hago, no está nada mal.
En principio, podréis adquirir el libro tanto en formato digital (2,99 €) como en papel (11,95 €). Además, también estará disponible en Kindle Unlimited de forma gratuita.
Si no sabéis de qué leches os estoy hablando, pero queréis conocer algo sobre el libro, aquí os dejo la sinopsis.
Elena tiene treinta y un años y es pediatra. Su trayectoria profesional es excelente, pero en lo personal... no ha tenido tanta suerte. No consigue encontrar a un hombre del que enamorarse, quizá porque ese papel lo ocupa su amigo Luis. Viven un tira y afloja constante, que a Elena le impide pasar página, y que para él no significa nada. Porque no significa nada, ¿no?
Elena centra todas sus energías en lograr su puesto profesional soñado. Pero tendrá que vérselas con un rival inesperado: el doctor Lucas Martín, un hombre con cerebro de empollón y cuerpo de modelo que supondrá una revolución en su vida. A demasiados niveles: laboral, emocional y... ¡hormonal!
Con la ayuda de sus amigas, las Catas, Elena tendrá que lidiar muchas batallas: su innegable atracción sexual por Lucas, los celos de un Luis que ni come ni deja comer y la más importante de todas, su propia incapacidad para comprender sus sentimientos.
Una historia de amistad, familia, pasión, llantos, risas y amor. Mucho amor.
Y... creo que, por ahora, nada más. Espero que, si decidís leerlo, me contéis qué os ha parecido.
Me tenéis disponible en redes sociales, tanto en el twitter del blog @mi_miscelanea_ como en @carlota_laupani, y por supuesto por email en mimiscelania@gmail.com y carlotalaupani@gmail.com.
¡J
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oder! Otra vez voy a llegar tarde.
—Los tacones de mis zapatos golpean las baldosas de mármol de la escalera de mi
edificio haciendo ruido. Demasiado ruido para ser las ocho y media de la
mañana—. Buenos días, Filomena —saludo sin muchas ganas a la vieja cotilla que
vive en el segundo, al pasar junto a su puerta.
—Buenos días, Elena. Otro día que vas con retraso —me dice
la muy bruja con recochineo.
—Eso parece, sí.
«Mala pécora»
A veces pienso tan alto que tengo miedo de que me oiga. La
muy asquerosa tuerce el gesto y vuelve a meterse en su casa, con el gato en
brazos.
Filomena es una solterona de unos setenta años que vive con
tres gatos. Uno gris, uno negro y un siamés.
Digamos que los gatos y yo –los animales en general y yo– no
somos demasiado amigos. Y menos aún cuando estos, es decir, sus gatos tienen
especial gusto por colarse en mi casa por la ventana de la cocina, que, para mi
desgracia, da hacia el patio.
No os cuento qué susto me llevé un día cuando, al llegar de
la compra, me encontré con dos ojos brillantes esperándome en el pasillo. Casi
me da un ataque al corazón. Y no solo por el susto de encontrarme un maldito
gato ajeno en mi casa, sino por la media hora que estuve limpiando de rodillas
la docena de huevos que se me cayó al suelo.
Así que la señora de marras me tiene un poco de tirria desde
que una yo sudada y despeinada tras
la limpieza apareció en su puerta con su maldito gato. Echando sapos por la
boca, por supuesto, ya que el gatito no se había dedicado únicamente a
asustarme. No. El tío se había
estado meando en cada superficie mullida de mi casa. Véase: en mi cama, en mi
sofá, en todos mis cojines e incluso en la alfombra de la ducha. Y claro,
viendo que quitar aquel olor a orines iba a llevar más que la media hora de
rodillas en el suelo, se me subió la mala hostia. Así que el gato bajó al
segundo sin demasiado cuidado por mi parte, y parece ser que eso a ella no le
hizo mucha gracia.
Después de estar meses llamándome maltratadora de animales,
ahora solo me jode por las mañanas, recordándome lo tarde que voy.
A veces incluso, como hoy, me retiene el ascensor en su piso
para hacerme bajar escaleras y así recordarme también los kilitos que me sobran
por no hacer ejercicio.
Mire, señora, todavía tengo cuarenta años de
margen para evitar llegar a su edad tan mal como usted. ¡Amargada!
‖
De todas formas, la culpa es mía por ir siempre tarde. Todas
las mañanas me pasa lo mismo. Soy un desastre, lo reconozco. Admito que me
gusta demasiado retrasar la alarma del despertador.
«Snooze»
Maldita opción. Si mi subconsciente no supiera que está ahí,
no me dormiría. Estoy segura al cien por cien. Pero resulta que llevo
demasiados años perfeccionando la técnica de «retrasar la alarma», así que ya
no hay manera de engañarme. Y mira que lo he intentado todo: poniendo alarmas
cada cinco minutos, cambiando la melodía a la misma de mi tono de llamada en el
móvil e, incluso, colocando el despertador en la estantería de libros de mi
cuarto para hacerme levantar de la cama. Y de todas las formas me he dormido. Y
no es que me considere yo un ser demasiado dormilón. No. Creo que lo que me
ocurre está totalmente justificado, y es que me entretengo demasiado sin hacer
nada durante las noches, alargando la hora del sueño hasta las tres de la
mañana. Y, teniendo en cuenta que me despierto –o, al menos, eso dice mi
primera alarma– a las siete, pues claro, es normal que a una se le peguen las
sábanas.
Nota para
los fabricantes de despertadores: entiendo que, en realidad, el snooze es una buena estrategia para que
la gente como yo no llegue tarde al trabajo. Pero el problema es que mi cerebro
somnoliento es mucho más inteligente que yo y ha adquirido la habilidad de
retrasar la alarma sin que yo sea siquiera consciente de ello. Así que, hagan
el favor, apúntense el dato para la próxima e inventen otra cosa más efectiva.
Que, a las pruebas me remito, su truquito no está funcionando correctamente
conmigo.
‖
Sigo bajando los escalones a toda prisa, aun sabiendo que es
bastante probable que medio vecindario se cague en toda mi estirpe. Pero no
puedo llegar tarde. Hoy menos que nunca.
Cuando llego al portal, me doy cuenta de que me he dejado
las llaves del coche en la mesita del recibidor.
¡Dios mío! Mi día no puede empeorar más.
Resoplo, expulsando todo el aire que mis pulmones atrofiados
por la falta de práctica de bajar escaleras son capaces de almacenar, y me
resigno a coger un taxi.
Joder, es que no puedo llegar tarde. Hoy no, por favor.
Me acerco a la parada de taxis más cercana a mi casa, al
final de la calle. Por suerte, hay uno esperándome con su lucecita verde tan
mona, y me dan ganas de besar el capó por no haber tenido que esperar a que
llegara uno.
Abro la puerta sin demora y saludo a la señora taxista. Cómo
me gusta que ya no sean solo señores bigotudos.
—Al hospital de Santa Catalina, por favor —le digo, aún
resoplando por el esfuerzo de bajar las escaleras.
La señora pone el taxi en marcha sin mediar palabra. Bueno,
quizás los taxistas señores son más amables… con eso de que eres una chica y
tal.
En fin, no tengo ni ganas ni tiempo de mantener una
conversación con la taxista, así que me regaño mentalmente por haberme ofendido
y saco del bolso el espejito y la barra de labios que no me ha dado tiempo a
ponerme en casa.
Hoy es un día importante porque se decidirá quién va a ser
el jefe de la sección de oncología infantil en el hospital donde trabajo. Sí,
soy pediatra. Siempre me han gustado demasiado los niños y, como de maestra no
me veía, ya que no tengo tanta paciencia, me decidí por la medicina infantil. A
mis treinta y un años, he
conseguido mi residencia y estoy muy orgullosa por ello, pero todavía me queda
mucho por aprender. Sé que las probabilidades de que me den el puesto son casi
nulas, pero de esperanzas vive el hombre –o la mujer, en este caso–. Así que no
puedo desestimar esa posibilidad… Aunque, siendo honesta conmigo misma, tengo
que admitir que me he dejado el lomo para ser alguien dentro del área en el que
trabajo. Y eso es algo que me gustaría que se reconociera. A pesar de ser una
de las personas más jóvenes, y encima del sexo femenino –que, no es por nada,
pero todavía se nota la desigualdad de sexos, incluso en los hospitales– soy
consciente de que, no sé si por suerte o por qué, destaco entre el resto de
compañeros, que no dan palo al agua. De cualquier forma, tenemos una reunión a
las nueve de la mañana y, si llego tarde, será el fin de mis oportunidades.
Compruebo en mi espejito de mano no tener nada fuera de
lugar. Mi pelo castaño oscuro, que, según el día y el grado de humedad del aire,
puede pasar de ser liso “gracioso” a ondulado, parece estar en su sitio, y el
lápiz de ojos aún no se me ha corrido, a pesar de la sudada. Lo guardo sin
mucho cuidado en el bolso y compruebo el teléfono móvil. El icono del whatsapp
me indica que tengo treinta y dos mensajes sin leer, y sé que la mayoría vienen
del grupo «Una Cata para el Duque».
Mis compañeras de trabajo –y mejores amigas– y yo seguimos
bromeando con la serie Sin tetas no hay
paraíso, ya que nos consideramos «Las Catas». Del Hospital de Santa
Catalina, por si no lo habíais pillado. Abro la aplicación con una sonrisa y
veo que mis compis me han dejado un montón de mensajes con «Suerte» o «Yes,
you can».
Les contesto que no
esperen nada, porque no me lo van a dar, pero me riñen por mi actitud negativa.
—Tía, así ¿cómo te van
a ofrecer el puesto? —escribe Sofía.
—Buuuuuuuu —bufa
Candela, haciendo más énfasis con el icono del pulgar hacia abajo.
—Ay, dejadme en paz. Que al final me voy a creer que tengo
alguna posibilidad —me quejo acompañando mi discurso lastimero con un emoticono
llorón.
—Venga, sea lo que
sea, ¡esta noche lo celebraremos! —escribe Laura.
—¡Hecho! Os dejo, que ya he llegado. Wish me luck[1].
—GOOD LUUUUCK! —escriben todas.
Guardo el teléfono en el bolsillo del abrigo y saco la
cartera para pagar a la taxista que me mira impaciente a través del retrovisor.
Joder, vaya robo. Diecisiete euracos por quince minutos
en el taxi. Le doy un billete de veinte y me devuelve el cambio sin ni siquiera
darme las gracias. Me parece que alguien no se ha tomado All-bran esta mañana…
Salgo del coche y subo corriendo las escaleras que dan a la
puerta del hospital. Es un edificio robusto, de piedra grisácea, construido
hacia los años veinte a partir del dinero de una fundación filantrópica.
Durante la guerra civil, fue cárcel y hospital para moribundos. Y, aunque por
dentro está renovado y han ampliado la parte trasera, que se había quedado
pequeña, todavía mantiene ese aspecto un tanto siniestro que me pone la piel de
gallina, a pesar del tiempo que ha pasado desde aquella época.
Lo único bueno que tiene es que está rodeado por un parque
lleno de árboles y, además, hay un gran parking
en uno de los laterales, donde no suele haber problemas para dejar el coche. Lo
peor son las largas escaleras que hay que subir para entrar. Se ve que en la
época en la que se construyó el edificio no se tenía en cuenta a los pobres
minusválidos ni a las chicas treintañeras tan vagas como yo. Para los
minusválidos, se ha añadido una rampa con una barandilla metálica. Para mí, no
hay solución que valga.
Sin pararme demasiado, saludo a Josefina, una de las chicas
de recepción, y voy directa a la zona de ascensores, que se encuentra al final
del hall, en uno de los laterales.
Pulso el botón y espero a que llegue. Estoy muy impaciente, por
lo que miro el reloj para ver cuánto tiempo tengo. Aún son las nueve menos
diez, así que me da tiempo a ir a la consulta y coger la bata. Menos mal.
Siento una presencia a mi lado, pero no estoy de humor para
prestarle atención. No lo hago hasta que un brazo rodea mi hombro y huelo su
colonia. Luis, el futuro padre de mis hijos (si él quisiera) y mi mejor amigo,
me aprieta contra su costado y acerca su boca a mi oreja.
—Buena suerte, guapa. Lo vas a hacer genial —susurra en mi
oído.
Un escalofrío me sube a través de la columna vertebral
haciendo que los pelos de la nuca se me ericen. Joder, sabe que tengo debilidad
por él y, aun así, sigue jugando conmigo.
—Luis, no es ni el momento ni el lugar para ponerse
tontorrón —bromeo con él, dándole un suave codazo en las costillas para
intentar disimular que para mí esto no es algo más serio—. Suéltame, no vaya a
ser que tengamos que echar un polvo contra las paredes del ascensor.
Él se ríe. De su boca sale una carcajada de verdad y me
suelta, no sin antes acariciarme la piel detrás de la oreja.
—Si no echamos un polvo contra la pared del ascensor es
porque tú no quieres, Elena. No me eches a mí la culpa para no sentirte mal
contigo misma.
Nuestra relación es rara. Siempre tenemos este tonteo
absurdo, que no sé a dónde llegará, o si llegará algún día a ningún sitio. Pero
no puedo caer en su trampa. Lo conozco desde hace siete años y sé que dentro de
sus planes no entra tener una relación seria. Y mucho menos conmigo. Y yo estoy
demasiado pillada por él como para ser solo una muesca en el cabecero de su
cama. De hecho, ya cometí una vez el error de pensar que quizás podría haber
algo más entre nosotros, pero me equivoqué de manera garrafal.
‖
Una Nochevieja nos fuimos de fiesta todos juntos. En el
hospital tenemos un grupito bastante majo de amigos y salimos muchas veces de
marcha, cuando podemos. Esa Nochevieja, yo me pillé un pedo descomunal y Luis,
al parecer, también. No sé cómo, pero acabamos medio desnudos enrollándonos en
el sofá de mi casa. Estuvimos a nada de acostarnos esa noche. Y debo decir que
no fue porque yo me apartara. En un momento de lucidez, Luis me empujó con
cuidado hacia atrás y se levantó del sofá de un salto.
—Elena, no podemos —dijo, pasándose la mano por el pelo,
creo que nervioso—. Me importas demasiado como para joderlo contigo.
Dios mío, mi cara debió de ser un poema. Me sentí tan
humillada, con el vestido enrollado por la cintura, el moño medio deshecho y el
rímel corrido. Y él, como si nada. Lo único que hacía ver lo que acaba de
ocurrir entre nosotros era su camisa medio desabrochada y el bulto que se apretaba
contra la cremallera de sus pantalones.
Me dieron tantas ganas de llorar en ese momento por la
humillación que sentía a causa de su rechazo, que solo pude levantarme con la
poca dignidad que me quedaba y pedirle que se fuera.
—Joder, Elena. Escúchame. —Intentó agarrarme por el brazo,
pero logré soltarme—. No quieres esto, créeme. El día que estemos juntos, que
lo estaremos, no será un polvo rápido y borrachos. ¿Me oyes? —Él volvió a
cogerme del brazo, pero esta vez no lo esquivé—. Por favor, no te enfades…
—susurró acercando su boca a mi cuello y depositando un suave beso bajo mi
oreja.
—No te gusto, ¿verdad? —Joder, ¿por qué habría dicho eso?
Ahora todos mis esfuerzos por disimular mis sentimientos hacia él habrían sido
en vano.
Él rió con amargura contra mi cuello y negó con la cabeza.
—No entiendes nada, ¿verdad? —Su tono denotaba que empezaba
a estar un poco cabreado. Todavía sin soltarme el brazo, pasó su otra mano por
mi cintura y apoyó la frente en mi hombro—. Haremos como que no ha pasado nada,
¿vale?
Y solo pude asentir, porque no sabía qué pasaría con
nosotros si no lo hacía.
Cuando me desperté al día siguiente, estaba confusa por todo
lo ocurrido. No sabía qué esperar de nuestra relación. Pero, cuando volvimos a
vernos en el hospital, se puso a bromear conmigo y a hacer como si no hubiera
pasado nada, así que decidí que aquello no había ocurrido.
‖
La campana del ascensor nos avisa de que ya ha llegado a la
planta baja y ambos entramos. Le doy al botón del cuarto y del sexto y las
puertas se cierran.
—Bueno, ¿estás nerviosa? —me pregunta él.
—No tengo ninguna posibilidad, Luis —le respondo con una
ceja levantada.
—Tú siempre tan negativa, nena. —Sonríe mientras niega con
la cabeza—. Nunca te pasará nada bueno si vas con ese espíritu.
—No soy negativa —respondo yo, indignada—. Simplemente soy
realista. ¿Cómo me van a dar a mí el puesto si soy de las más jóvenes del área?
—¿Quizás porque eres la mejor? —responde él, irónico. Lo
miro con escepticismo y él continúa—. Venga, Elena. No te hagas ahora la
sorprendida. Hoy por hoy eres la única que hace más que auscultar y recetar
jarabe para la tos.
Pongo los ojos en blanco, pero en el fondo sé que tiene
razón. Estoy especializándome en leucemias y linfomas infantiles. Y lo hago más
por devoción que por otra cosa. Pensaréis que soy una morbosa, pero que tu
primo pequeño se muera a los siete años por esta enfermedad marca demasiado
como para no intentar hacer algo por mejorar ese ámbito de la medicina. Se ve
que esto también marcó a mi hermana mayor, Claudia. Ella estudió Biología y
trabaja desde hace unos cuantos años en el National Cancer Institute, en
Maryland, estudiando los posibles tratamientos eficaces para combatir la
conversión de células sanas en células cancerígenas. El cáncer es una de las
enfermedades más desconocidas que padecemos ahora mismo. Está claro que los
avances en medicina han permitido conocer la causa de muchos de ellos o, al
menos, paliar sus efectos. Pero hay tantas variantes que es imposible llegar a
dilucidar el origen de todos y cada uno de ellos. De hecho, el quid de la
cuestión no está en tratarlos, que por supuesto es una prioridad mientras
tanto, sino en llegar a conocer el punto exacto en el que se produce el
desencadenante, y así poder atacar contra la diana con mayor precisión. Por
desgracia, su estudio es un proceso muy lento y aún se está investigando en
ello.
Cuando el ascensor llega al cuarto, hago el amago de salir,
pero Luis me coge al instante de la mano y me da un apretón.
—Eres la mejor. Lo harás bien —me dice mirándome a los ojos
con esa expresión que denota ternura. Jo, yo no quiero que me mire con ternura.
Yo quiero ver en sus ojos la pasión que vi aquella Nochevieja en la que casi se
nos va la situación de las manos.
Le devuelvo el apretón y le sonrío con tristeza.
—Gracias, Luis. Luego te cuento.
Salgo del ascensor y me encamino por el largo pasillo hacia
mi consulta. Rebusco las llaves entre las montañas de clínex usados, tampones
sin plástico y tickets de compra que almaceno en el bolso –sí, colecciono
mierda por gusto– y, cuando por fin las encuentro, abro la puerta.
Mi despacho es la típica consulta de hospital. Una mesa
grande de madera oscura con un sillón de cuero negro preside la habitación. Lo
único que alegra la estancia son los montones de dibujos que mis pacientes me
han hecho y que he colgado en las paredes. En la entrada tengo un perchero
donde dejo el abrigo y cojo la bata que está colgada en él. El bolso lo guardo
siempre con llave en uno de los cajones de la mesa. No es que no me fíe del
hospital, pero es una norma que nos han obligado a todos a llevar a rajatabla.
En mi mesa me espera una carpeta con todos los papeles que
he de llevar a la reunión. Miro el reloj. Las 8:57. Puf, empiezo a ponerme de los malditos nervios.
Me pongo la bata blanca, cojo la carpeta y salgo de nuevo al
pasillo. Al fondo de este hay una sala de reuniones donde nos encontramos ya
sea para tomar un café o para este tipo de encuentros. En los que se decide
quién asciende o no, a esos me refiero. Según me voy acercando, veo que la
puerta está entornada, así que asomo la cabeza llamando con los nudillos
suavemente.
—¿Se puede?
—Sí, claro, Elena. Pasa —me dice el jefe de pediatría, que
está sentado presidiendo la larga mesa y charlando con otros médicos. Antonio
es uno de los mejores profesionales que tiene este hospital. No le he visto
cometer ni un solo error en todos los años que llevamos trabajando juntos. Me
gusta mucho su método porque, aun siendo muy exigente con su equipo, es capaz
de arremangarse la camisa y ponerse a colaborar con los casos más difíciles que
llevamos el resto. Es un buen maestro, además de buena persona. Y sé que siente
cierta devoción por mí.
Entro en la sala con timidez, no sé por qué. Esto es
ridículo. Al fondo de esta, hay una mesa con una cafetera y galletas, así que
me acerco a esa zona y me sirvo un café con leche.
—Esperaremos a que llegue todo el mundo —dice Antonio cuando
me acerco a donde está él y tomo asiento en el primer hueco libre que
encuentro.
Hago un repaso a la sala y veo que estamos todos. Frunzo un
poco el ceño porque, si no he oído mal, estamos esperando a que llegue más gente.
¿Quién faltará?
Mucha suerte con tu libro, espero que te vaya genial.
ResponderEliminarSaludos
Muchísimas gracias!!!! 😁😁😁
Eliminar¡QUE HERMOSA PORTADA! ¡CAÍ ENAMORADA DE VERDAD! Ya te dije, que la Elena con tan solo cortos capitulos la amo, es que es primera vez que leo una protagonista que ejecute esta profecion <3 Me tocara leerlo en Kindle es imposible que un venezolano/a adquiera otra moneda para comprar en amazon :'(
ResponderEliminar¡Madre mia que hermosa portada! Ya lo dije cierto, pero mira nada mas la ilustración, te has pasado de verdad.
Oooooohhh GRACIAS!!!! cuánto me alegro de que te guste, de verdad!! :D
EliminarEspero que lo disfrutes, si te animas a leerlo!
Un super besazo!!!
Que sepas que seguía los capítulos que ibas subiendo!
ResponderEliminarQue ilusión me ha hecho verte en papel, jejejejeje
Un beso guapa
me ha encantado tu libro!!!!!!!dime por favor que no me vas a hacer esperar mucho. no me puedo concentrar en otro!
ResponderEliminarGracias por hacerme pasar tan buenos momentos
Cuánto me alegro!!!!!! 😁😁😁 pues... No te puedo decir una fecha segura al 100%, pero casi seguro que a finales de octubre está disponible la segunda parte, Cara a cara.
EliminarMuchísimas gracias por comentar, y no te imaginas cuánto me alegra saber que has disfrutado con Codo con codo.
Un besazo!!
Dioooos!! En menos de 2 días me lo leí completo, me has dejado con ganas de más. No nos hagas esperar mucho, porfa. Un beso desde México :*
ResponderEliminarHola!!
EliminarQué biennn!!!!! Me alegro un montonazo! pues la segunda parte saldrá a principios de noviembre! Todavía no tengo fecha, pero iré diciendo!
Un besazo!!!
Hola, cuando sale el 2do,,,, ansiosa.. y va a salir un 3ero?
ResponderEliminarHola!!!!
EliminarLa segunda parte sale el día 18! Ya la tienes en preventa, por si te interesa.
Y no, no habrá tercero!
Un besazo!